Aparece difusamente por mis recuerdos la imagen de
una anciana. Triste y gruñona; pequeñita y delgada. Veo cómo la peinan con un
moñete recogido en la nuca. Y el vaso con su dentadura postiza en la mesilla de
noche. Era mi bisabuela y vivía en la casa donde yo nací, con su hijo y su nuera
que eran mis abuelos.
A poco de morir mi abuelo, mi madre se llevó a la
suya a su casa. Yo no vivía con mis padres, estaba casada y ya tenía dos
hijos. Pero recuerdo a mi madre y esa época que pasó cuidando de la suya como
una etapa oscura, dura… para ella. Y para mi padre.
Mi madre navegaba entre dos mares: su hogar y su
marido, con su forma de vida, sus costumbres y necesidades. Y una anciana que reclamaba su parte de
atención.
Llegó un día en que mi abuela enfermó. Fue un periplo de médicos y hospitales, y permaneció
ingresada hasta su muerte… Mi madre estaba
con ella. Y yo con ambas, pues la clínica donde mi abuela fue internada estaba
en la montaña y puesto que yo tenía coche y conducía, me encargaba de llevarla
y traerla. Todos los días.
Fueron horas interminables. Al sufrimiento de mi
madre por ver a la suya en la situación que estaba y que inevitablemente la
conducía hacia un final doloroso, se añadía la situación de abandono –por llamarlo
de alguna forma- que vivía el hogar familiar, que sufría mi padre. Mi madre no
llegaba a más, físicamente no tenía descanso y estaba hecha polvo moralmente. Casi
se originó un cisma familiar…
En uno de sus momentos de tocar fondo, mi madre me
dijo: “No os haré pasar lo que estoy pasando con mi madre, cuando sea mayor me
iré a una residencia”. En aquel momento
no supe que decir pero, egoístamente pensé que era una suerte que tuviera las
ideas tan claras…
Y el tiempo ha pasado sin piedad. Todavía no hace
dos años que ha fallecido mi padre y mi madre ha dado un bajón muy notable
y aunque ha sido una mujer muy independiente y que nunca se ha quejado –ni se
queja- de nada, en estos momentos la decadencia física y mental hace mella en
su pequeño cuerpo.
Me resulta difícil seguir escribiendo porque
apenas puedo contener las lágrimas…
Porque de alguna manera, la historia se repite
aunque con algunas diferencias, porque mi madre está y quiere estar en su casa.
Porque mi madre ha olvidado sus palabras y yo no tengo ningún derecho a
recordárselas… pero sí que siento esa necesidad moral, esa responsabilidad de
cuidar de ella como ella cuidó de mi cuando era niña, cuando la he necesitado…
En alguna ocasión, comentando esta situación con
algunas compañeras más jóvenes, me han dicho que no se ven preparadas para
afrontarla… que ojalá les tardara en llegar muchos años. Pero a pesar de que el
tiempo pase y se encargue de recordarnos que vamos irremediablemente a ser
testigos de esta decadencia en nuestros
seres queridos, lo cierto es que nunca estamos preparadas para enfrentarnos a
ella. Y que conciliar el cuidado a una persona anciana con la vida personal,
con la estructura familiar, laboral y social, conlleva a un desgaste notable. Físico
y emocional.
La situación es la que es. De la misma forma que
pude cuidar de mis hijos cuando eran pequeños por no trabajar remuneradamente
fuera de mi casa, ahora puedo atender a las necesidades de mi madre... porque sigo siendo un “ama de casa”. Pertenezco, en estos momentos, a una
generación sándwich. Estoy entre nietos, de los que no puedo disfrutar tanto
como me gustaría, y entre ancianas. Mi madre con 87 y mi suegra con 92 años, no
pueden ser dejadas de la mano.
Y aunque están proliferando las residencias para
mayores, somos muchas las mujeres de mi generación que estamos en esta misma
situación. Y lo único que podemos hacer es hablar y contarnos –entre nosotras- nuestras
historias como si nos sirviera de válvula de escape, pues lo tristemente cierto es que esta sociedad
no está preparada para ofrecer un buen final a sus mayores, porque cada vez son
más las mujeres que trabajan fuera de casa y no pueden atenderlos como deberían…
y tener que ir a terminar la vida a este tipo de lugares debería de ser una
decisión propia y consciente.
Es la otra cara de la moneda. De nuevo el yin y el
yang. La alegría y la pena. La juventud y la decrepitud. La vida y la muerte… algo de lo que no se habla, algo que se
oculta, que se evita y que cuando llega, no sabemos cómo afrontar porque parece
que aquello de lo que no se habla, no existe.
Yo que me muevo entre maternidades recientes,
entre la alegría que supone un embarazo y tener un bebé, las ocupaciones que
conllevan la crianza, la satisfacción de ver crecer a los hijos con la
recompensa de verlos felices, me cuestiono tantas cosas en torno a estos temas,
que a veces siento estallar la cabeza… y rompérseme el alma.
Me cuestiono qué va a pasar conmigo… porque ahora
sí tengo la mente clara y la suficiente lucidez para entender con la razón (no
con el corazón…) que cuando llegue el momento en que mis facultades físicas y/o
mentales no me permitan ser autónoma… tendré que marchar a un lugar donde me
puedan cuidar, donde mis necesidades mínimas estén cubiertas. Para no ser una
carga para nadie, sin esperar nada y sin pretender esfuerzos ajenos.
Ahora, y
con cierta congoja, puedo entenderlo porque lo he visto y lo vivo día a día… pero ¿qué pasará
cuando llegue el momento? Ciertamente no lo sé, ni lo puedo predecir. Ojalá que
la Vida siga siendo generosa conmigo y permita que mi cerebro no pierda sus
facultades hasta que llegue el final que, irremediablemente, ha de llegar.
Hablas desde la experiencia, desde lo que sientes y piensas, y ante eso sólo queda acoger, callar y agradecer. Sólo un apunte... cuando escribes "esta sociedad no está preparada para ofrecer un buen final a sus mayores, porque cada vez son más las mujeres que trabajan fuera de casa y no pueden atenderlos como deberían" también incluiría a los hombres. Tenemos que empezar a cambiar los roles y "animar" a los hombres a que asuman roles de cuidado, por su bien y el de toda la sociedad.
ResponderEliminarBesos, Amama.
Así es, y entono el "mea culpa" por expresarme de esta forma, quizás porque mi generación ha sido educada para cuidar...
EliminarPero te he de decir que, cuando salimos de casa por las tardes para ir a casa de las abuelas, Marido va a casa de su madre y yo a casa de la mía. Y nos gustaría ir juntos a atenderlas, a ambas, pero nos hemos de dividir.
Para tu generación, para las mujeres como tú es algo con lo que convivís: la igualdad. pero tristemente, en mujeres mayores de 60 hay un arraigo que no resulta tan fácil de eliminar.
Gracias por estar ahí. Y por tus "toques" de atención.
Un abrazo.
Una reflexión muy personal la que nos has presentado aquí. Ojalá que se cumpla tu deseo. No sólo es importante conservar las facultades mentales, sino también las físicas, porque las unas sin las otras no son suficiente. Un saludo.
ResponderEliminarMuchas gracias, Eva, confío en que así sea.
ResponderEliminarAbrazos.