Me apetecía salir a caminar, realmente lo
necesitaba tras una semana muy dura de contención emocional. Además, con esta
salida completaba mis cuatro mil
kilómetros andando por la montaña y contabilizados por mi Club de
Senderismo, Ardillas.
El parte meteorológico anunciaba vientos, pero aún
así, el autobús iba casi lleno.
La vista desde el pueblo, al dejarnos el autobús, no mostraba lo que una vez comenzado el sendero
en continuo ascenso desde el principio, nos iba descubriendo.
Confieso que lo que peor llevo son las subidas tan
constantes. Hay ratos en los que el corazón se me dispara con una taquicardia
que me obliga a parar para respirar y retomar el ritmo cardiaco… y confieso
que, en momentos así, maldigo la hora en que tomé la decisión de salir a
caminar…
Conforme íbamos subiendo el viento se percibía con
más fuerza, en algunos tramos y desde el lado sur era misión casi imposible avanzar.
En más de una ocasión tuve que falcarme con los palos para que el viento no me
tumbara.
A pesar de que mi vista iba pendiente del camino, de vez en cuando me
paraba para alzar la mirada y ver lo que había más allá… y empezaba a quedarme
maravillada.
El camino era cada vez más pedregoso, teníamos que
avanzar por grandes riscos y mucha piedra suelta, lo que necesitaba la alerta
de mis cinco sentidos. Además, luchar contra el viento duplicaba el esfuerzo,
con lo que sentía tensión hasta en las pestañas…
Al remontar el collado y cambiar de vertiente, el
viento nos dio de lleno. Hubieron momentos en los que me agarraba a cualquiera
que pasaba por mi lado, realmente el aire me tumbaba con fuerza y sentí que me
fallaba el equilibrio.
Además, las nubes comenzaron a cubrir el cielo y la
temperatura se percibía realmente baja. Hubo un momento en que, aún llevando
guantes, las puntas de los dedos las sentía congeladas…
Subiendo y bajando las distintas crestas,
alcanzamos la más alta. Allí nos paramos y pudimos contemplar, a ambos lados
las siluetas de algunas de las montañas más altas de Alicante: el Puig Campana,
el Ponoig, La Sierra de Bernia, el Montgó, el Cavall Vert, la Sierra de Ferrer… y
recortado sobre el azul Mediterráneo, los edificios de Benidorm.
Desde
allí y tras unas apresuradas fotografías, comenzamos el descenso para ir a
parar al cobijo de un restaurante alemán al abrigo de la Peña del Coll de Rates
en cuya terraza juntamos unas mesas y pedimos unas cervezas, como no, alemanas
y un buenísimo strudel, pastel de manzana con canela y helado de vainilla.
Comenzamos el descenso ya sin parar por un precioso
sendero de herradura, que en otros tiempos fue usado para el transporte de uvas
pasas.
A esa altura apenas percibíamos el viento y por la hora que era, el sol
tenía más fuerza, con lo que la mochila ya iba cargada con toda la ropa que
sobraba.
Tomamos el autobús y para colofón, uno de los
coordinadores nos obsequió con una estupenda “coca de llanda” y unos chupitos de mistela para quien quiso, claro.
En el autobús, había recibido un mensaje de que
mis hijos estaban reunidos en casa de uno de ellos y se habían llevado a mi
madre a pasar el día. Así es que cansada a más no poder y sin dejar las cosas
ni ducharnos, nos fuimos a su casa, donde estuve un ratito disfrutando de mi
madre, mis de hijos y de mis queridos nietos.
Una vez en casa y tras la reconfortante ducha, me
puse a leer los mensajes recibidos y a responder cartas en el ordenador.
Y tras aclarar una serie de ideas, tomé una
decisión importante que llevaba rondando algún tiempo.
Al fondo, la Peña del Coll de Rates |
Strudel |
Hoy, lunes por la mañana, con la mochila montañera
vaciada, y con la mochila personal bastan más ligera, me pongo a relatar esta
aventura que me ha vuelto a reconectar poniendo los pies en la tierra y el
corazón en el cielo, dando gracias a la Vida por todo ello.
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