Una cosa es la aceptación a un proceso de muerte natural
porque ha llegado la hora de partir y otra es aceptar algo que la Vida roba en
momentos todavía de plenitud. O al menos así lo siento yo. Y así lo integro.
Ahora, en este momento, estoy llorando
a moco tendido. Hoy he vuelto a conectar con la muerte. La de un ser querido. Y no me apena tanto el hecho de morir en
sí, pues lo interpreto como una liberación tras un proceso de enfermedad, como el ver el anuncio de la muerte inminente.
Y sentirlo. Y dolerlo como algo
irreversible.
Mi primera experiencia
consciente y vívida se remonta a 36 años atrás.
Era un hermano de mi padre al que quería mucho y cuya hija además de
prima siempre ha sido amiga. Se le manifestó un dolor en un costado. Y le abrieron
para ver qué había. Mi amiga-prima me llamó y dijo que lo habían vuelto a cerrar.
No se podía hacer nada. El cáncer originado en el pulmón estaba muy extendido. Yo estaba embarazada. Y lloré mucho. Sentí que
se iba, lo supe, lo vi. Mi tío murió cuando mi hijo tenía 17 días.
La siguiente experiencia fue
con mi abuela materna. Le diagnosticaron
un cáncer de cérvix. Estuvo en casa de
mi madre hasta que fue necesario hospitalizarla. Mi madre iba todos los días a
estar con ella. Yo la llevaba con mi
coche pues estaba en un sanatorio en el campo, alejada de la ciudad. Uno de los
días, al acercarme a despedirme, sentí que no la vería más. Algo me dijo que
sería la última vez que la vería con vida. Y me despedí de ella. Y lloré
entonces, más que cuando murió al día siguiente.
Hubo una persona en mi vida
que siempre me trató como igual, a pesar de ser una adolescente inconformista,
a pesar de ser una joven respondona. Era el marido de la hermana de mi madre. Mi
tío. Nos unía el amor al monte, a los Beatles, a los bichos, a los bonsáis, a
las mariposas… Y también enfermó. Un maldito y veloz cáncer se hizo con él. Me
llamó mi hermana y me dijo que si quería verlo con vida fuera pronto a
Barcelona. Y allí que me fui, a despedirme. Cuando lo vi en el hospital, apenas
pudo hablar sin embargo aún me dijo que todos sus bonsáis serían para mí. Supe que se iba. Al salir de la habitación
lloré amargamente mi despedida. No lo volví a ver con vida.
Tenía una amiga. Éramos cinco,
con nuestras parejas. Habíamos compartido mucho, especialmente buenos momentos
y risas. También enfermó. Un cáncer de mama la llevó a un proceso que la sumió
en una amarga tristeza. En el tramo final no quiso vernos. Solamente teníamos noticias a través del
marido.
Pero el proceso fue largo y
duro. El marido y los hijos estaban desolados. Y nos pidieron ayuda habiéndole preguntado a ella si le apetecía que
fuéramos a cuidarla. En su agotada soledad dijo que sí. Y establecimos unos
turnos para su cuidado.
Un viernes por la tarde fuimos
otra amiga y yo a pasar la tarde con ella en el hospital. Sus ojos cerrados, su
habla callada. Me despedí de ella hasta el lunes pero antes le dije que había
llegado su momento de partir, que no se resistiera más, que su marido y sus
hijos iban a estar bien. Unas lágrimas
rodaron por sus mejillas.
Ese domingo yo estaba de
excursión. A las diez de la mañana comencé a llorar desconsoladamente. Había algo
inexplicable que me oprimía el corazón, la garganta. Me quedé sola llorando un rato. Conecté con
ella, sentí que mi amiga se iba.
Cuando llegué a casa y llamé a
mis amigas me dijeron que había fallecido. A las diez de la mañana. Ya no me quedaban lágrimas.
Uno de los procesos más duros
ha sido el de la hermana de mi madre, una mujer a la que adoraba, era como mi
segunda madre. Ya he hablado de ella en anteriores ocasiones. Vivía en
Barcelona.
También le diagnosticaron un
cáncer de mama. Luchó con todas sus fuerzas. Callada. Sin quejarse. Como que no
pasaba nada. Siempre protegiendo a sus hijos. Pero el cáncer avanzaba sin
piedad.
Decidí que iba a pasar una semana
con ella antes de que perdiera todo su aliento. Y lo hice.
Fue una semana muy dura, día a
día perdía fuerzas aunque mostraba esperanza de mejorar (supe que lo hacía por
darme ánimos…)
Le gustaba mucho la plata y
las piedras, especialmente los anillos. Un día me saco su cajita y dijo que
eligiera alguno, el que más me gustara… lo sentí como una despedida.
Pasada la semana volví a Valencia
y pasé todo el viaje llorando. Una enorme congoja se había apoderado de mí,
sentía que no la volvería a ver viva. Y así fue. Murió dos meses después.
Por edad y por circunstancias
he asistido a muchos entierros. Y tal vez haya sido la aceptación lo que me
haya ayudado a estar en esos momentos junto a las familias.
Sin embargo, como he dicho
antes, hay un momento en el que conecto con esa muerte inminente, con ese día
que llegará y es entonces cuando me hincho a llorar sin poder evitarlo.
Termino de escribir estas
palabras y todavía no paran de salirme las lágrimas. Siento que he de escribir,
soltar, decírselo al Universo… o a quien lleguen estos lamentos.
Estoy triste, si. Mi cuñado,
el tío de mis hijos, el padre de mis sobrinas se irá en breve. Y me dolerá. De hecho
ya me duele… y dudo que cuando llegue su hora lo llore tanto como en este momento...
Hola
ResponderEliminarEs durísimo
Creo que todos conocemos a alguien que se ha ido de forma rápida joven
Creo que aparte del dolor por la despedida,por ver su miedo y su dolor es que nos conecta con nuestro miedo a la muerte
Sentir ese miedo...enfermar..cualquier cosa que te recuerde que te puedes ir asusta y mucho
Últimamente recuestar ver TV ver internet...por la dosis tan alta de muerte desgracias
Es como que siento que no estamos diseñados para manejar tanto dolor...sino que ya con el que a diario tenemos es suficiente
Y sobre la muerte y esas despedidas a mí me han echo sentir pánico x existir,por esta lotería esos finales tan injustos es como que no comprendo ya la vida.
Gracias por tu comentario. Posiblemente tengas razón... el dolor ajeno nos conecta con el propio.
EliminarSin embargo la vida es esto... un nacer y un morir, no hay verdades más auténticas.
Si en nuestra cultura no se ocultara la muerte y se nos acercara desde niños, no resultaría tan doloroso por verlo como un proceso natural.
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