Senderismo: dinosaurios, barranco, trepada y cueva.



Mi afición al senderismo se había visto aparcada por varias y distintas circunstancias. Desde que en febrero recibí el reconocimiento por los 4.000 km recorridos y contabilizados por Ardillas Club de Senderismo con quien camino desde hace 20 años, no había vuelto a salir al monte.

Este domingo pasado volví a calzarme las botas y a cargarme la mochila a la espalda pues, aunque en principio no tenía previsto salir, a última hora me hice el ánimo y me uní al grupo de personas dispuestas a la aventura. 

Lo cierto es que ya sentía la necesidad, precisaba reconectar con la tierra y con el cielo en su más puro estado, necesitaba un chute extra de todas las hormonas del placer que se producen cuando hacemos algo altamente gratificante y conseguido a través del esfuerzo personal. Lo necesitaba como el respirar,  pues los últimos tiempos no me están siendo nada fáciles de llevar… pero vaya, no voy a ponerme lastimera y voy a contaros cómo transcurrió la jornada.

Como bien indico en el título, la salida prevista consistía en, tras visitar unas huellas que la prehistoria nos ha dejado, realizar un trayecto por un barranco, por el lecho de un cauce natural de agua ¡cuando hay lluvias! y que en este día soleado apenas contenía algunos charcos que, en plenitud, habrían sido unas pozas perfectas para darnos un remojón. La ruta terminaría con la entrada en “La Cova de las Donas” (La Cueva de las Mujeres). Ahora lo pienso y quizás fue este nombre lo que me animó a salir…



El Barranco del Tambuc y La Cova de las Donas se enmarcan en el término municipal de Millares, en la comarca de La Canal de Navarrés , a unos 65 km de Valencia. No estaban lejos de nuestro punto de partida y contábamos con una hora más de luz para iniciar la mañana.


Comenzamos el barranco con el avistamiento de unas huellas fósiles de dinosaurios, algunas visibles y otras imaginables, ya que estaban bastante desfiguradas como consecuencia del deterioro natural que produce el paso del tiempo.  El camino era fácil de andar. Grandes piedras, losas y cantos rodados intercalados con agujeros que contenían un poco de agua residual de las últimas lluvias. No tenía ninguna dificultad y fue amenizado en casi todo el recorrido por la fragancia de los matorrales de plantas aromáticas, lo cual nos sirvió como una sesión de aromaterapia: tomillo, rabo de gato ¡hacía tiempo que no lo encontraba!, lavanda…  Los árboles y arbustos de la zona, proporcionaban poca sombra en un día increíblemente soleado para la época del año en que estábamos y los madroños, con sus frutos maduros, nos aportaron una chispa de energía con su roja carne azucarada.


Fueron diez kilómetros aproximadamente en los que tuve que parar varias veces para ponerme protector solar y beber agua. ¡Realmente hacía calor!

En un momento dado, los coordinadores -una mujer y un hombre jóvenes- se pararon frente a un paredón y nos dijeron que ése era el acceso a la cueva. ¡No me lo podía creer! Una subida  prácticamente en vertical, sin clavijas y sin arneses. Nos comentaron que no entrañaba dificultad técnica y que lo íbamos a subir muy poco a poco ya que había muchas piedra sueltas. Los agarres a las rocas iban a ser nuestros pies y nuestras manos.  Así es que nos pusimos los cascos de los que nos habíamos provisto para evitar accidentes y comenzamos a trepar. ¡Confieso que estaba emocionada pues es algo que me gusta y que hacía demasiado tiempo había relegado…!

Así es que con mis bastones plegados, mi casco colocado y varias respiraciones profundas comencé el ascenso, mirando hacia arriba tan sólo lo que un ligero movimiento de cuello me permitía. El calor era sofocante a esas horas del mediodía y en la pared montañosa se notaba mucho más. Cada cuatro o cinco pisadas de ascenso tenía que parar a respirar… Marido, como siempre atento a mis pasos, iba detrás de mí, observando y acompañando sin intervenir si no le pedía ayuda… yo atenta a cada movimiento, a cada piedra que podía soltarse y caer en la cabeza de los compañeros que venías detrás.

Hubo un instante en el que sentí que el corazón se me aceleraba: el esfuerzo, el calor, la tensión en las piernas comenzaban a disparar mi adrenalina… “todo va bien”, me repetía. “tú puedes, ya lo has hecho otras veces, tu cuerpo y tu mente tienen memoria, ánimo, siempre adelante, arriba, un paso más…”. Paré a respirar en varias ocasiones, momentos muy breves pues no quería paralizar la subida del resto de senderistas. 

Os contaré que, justo arriba de mi, marchaba un chico que yo no conocía… iba atento a mi trepada, se paraba, me miraba y me ofrecía su mano por si la necesitaba… ahora lo pienso y me emociona sentir el apoyo callado de una persona desconocida… ¡qué bonito si esto se aplicara en cada situación difícil de la vida…!

Finalmente y cuando mis piernas comenzaban a temblar, llegamos al final de la trepada que daba acceso a la entrada de la cueva. Tuve que sentarme, cerrar los ojos, sentir-me, respirar profundo para que mi corazón retomara su ritmo, beber agua y tomar unos frutos secos para aportar energía rápida. 

Empezaban a hacerse los grupos para entrar a visitar la cueva y preferí quedarme para el segundo…

Durante ese tiempo me senté al exterior de la cueva, dándole la espalda al astro rey, mirando a mi alrededor, respirando y, simplemente, estando. Volví a tomar algo ligero: unas castañas y unas galletas energéticas de avellana. Unos sorbos de bebida isotónica me ayudaron a recuperar sales minerales. Y así, sin darme cuenta, el primer grupo estuvo de regreso.

He de confesar que se me habían ido las ganas de entrar en la cueva, no sabía por qué pero una vez allí no me resultó atractiva, quizá su aspecto oscuro por las fogatas que durante años se habían encendido en ese recinto de entrada, quizá porque el acceso era a través de una estrecha puerta cerrada con rejas, quizás porque sabía la historia de las mujeres que habían estado en la cueva extrayendo duramente la arcilla en tiempos prehistóricos y que por ellas llevaba el nombre, lo cierto es que el segundo grupo comenzó su visita sin mi presencia. Aún así y con Marido, entré hasta las dos primeras salas donde confirmé mi sentir: no me sentía bien allí dentro, con lo que dimos media vuelta y volvimos al exterior.

Esperamos a que regresara el grupo que estaba dentro y comenzamos el regreso hacia el autobús que nos esperaba en un cerro próximo. Una vez sentada y notando claramente el cansancio, me dispuse a cerrar los ojos para no ver las muchas curvas que debíamos de sortear hasta llegar a Millares, donde pararíamos a tomar unas cervezas, costumbre instaurada en el club a lo largo de sus años de aventuras y experiencias montañeras.

Cuando llegué a casa y tras una ducha caliente, me sentí fenomenal. No me dolía nada, mi cuerpo estaba cansado y sin embargo mi mente estaba tranquila, despierta… ¡cuánta falta me hacia recobrar esta sensación!. Tras una ligera cena, me acosté relativamente pronto.

Y para mi sorpresa, al día siguiente no tenía agujetas a pesar de haber estirado al máximo todos los ligamentos de piernas y brazos de mi cuerpo serrano, estaba fresca cual rosa recién cortada. 
No obstante, no puedo decir que no tenga secuelas de la visita a la cueva ¡once picotazos de algún bichejo inmundo me han llevado a necesitar medicación! Los ronchones, más grandes que una moneda de dos euros, y el picor que comencé a sentir el lunes, me han obligado a tomar cortisona muy a pesar mío, pues ni el aloe vera –que es mi remedio para todo- ni un antihistamínico ligero han conseguido bajarme la comezón.


Así es que, bueno, lo doy como “herida de guerra” -que diría mi suegro- como testimonio por el día transcurrido, y espero que poco a poco la hinchazón y el prurito den paso a la normalidad, animándome a pensar en la próxima salida aventurera.


Como siempre, agradecida a Marido por las fotos, la compañía y el respeto y confianza en mis posibilidades.














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