Hace VEINTE años que comencé a practicar
yoga. En aquel momento en Valencia, ciudad donde vivo, no era fácil encontrar
un centro al que asistir. Me recomendaron uno y, aunque no estaba cerca de mi
casa, me hice el ánimo de coger el coche y desplazarme. Lo cierto es que me encantó y me enganché. Las
clases las impartía una mujer unos diez años mayor que yo, y lo que más me
gustaba era su espíritu de yogui, la forma que tenía de transmitir qué era
YOGA.
Pasado unos años, se cambió de
lugar y a este nuevo espacio era complicado acudir con coche, pues estando en
el centro de la ciudad era poco menos que imposible aparcar, y desplazarme con
transporte público me suponía llegar muy tarde a casa, lo que me producía
malestar. Así es que decidí dejarlo por
un tiempo.
Sin embargo comencé a buscar otro
espacio donde impartieran yoga y pudiera ir caminando o no estuviera demasiado
alejado de mi casa. Ya había más oferta y acudí a varios lugares, a una primera
clase e incluso una segunda, a modo de prueba.
Llegué a sentirme fatal por
pensar que era egoísta por mi parte buscar a alguien que se pareciera a esa
mujer con quien me había iniciado, pues
no encontré a nadie que se asemejara, ni de lejos, a la Maestra con la que yo
había comenzado a introducirme en esta práctica. Así es que, lamentándolo
mucho, desistí en mi empeño.
Fue en el año 2000 cuando comencé
a trabajar como recepcionista, administrativa y chica para todo en una consulta con una fisioterapeuta. Estaba a
media jornada, solamente por las tardes.
Por entonces, allí comenzó a dar
clases de yoga una mujer joven. Decidí quedarme a probar cuando terminaba mi horario
laboral y se me abrió el cielo. No es que se pareciera a aquella maravillosa
mujer cuyo recuerdo todavía perdura en mi corazón, sino que para mi sentir, la superaba.
Comencé a asistir a sus clases y
me sentía fenomenal. Su tono de voz, su manera de transmitir, su forma de
explicar y practicar las asanas, los mantras que ponía en las clases, su risa…
toda ella me pareció mágica.
La fisioterapeuta no me renovó el
contrato en la Clínica y la profesora de yoga, por sus circuntancias, también
cambió de lugar. Hubo un vacío en mi ser hasta que de nuevo ella comenzó a
impartir clases de yoga en su casa. Y a pesar de que estaba bastante lejos de
la mía, no me supuso ningún esfuerzo desplazarme en autobús.
Éramos un grupo
muy reducido, con lo que se facilitaba la cercanía entre todas las mujeres
¡cómo no! que íbamos.
Le surgió la
oportunidad de impartir yoga en un espacio cerca de su domicilio. Y allí que
volví a seguirla. Dos días a la semana. Esperaba con ilusión que llegara el
momento y así fui introduciéndome más en esta práctica milenaria, siempre al ritmo
que mi cuerpo me permitía, siempre bajo su supervisión pues ella me indicaba
las asanas que por mi constitución personal eran o no eran apropiadas.
Y comenzamos a intimar. Nos hicimos
Amigas. Compartimos muchos momentos de risas… y muchos momentos de llantos. Me
contó su vida, sus circunstancias personales al igual que yo le hablé de mí y lo
que en esos momentos me quitaba el sueño. Nos ayudamos desde la escucha
incondicional, desde el apoyo, incluso desde los silencios…
Me encantaba su forma de ser pero
sobre todo, me maravillaba su espíritu de yogui y su tolerancia. Y poco a poco
fuimos estrechando unos lazos que nos mantenían muy cerca.
Pasados unos años, mis circunstancias
personales atravesaban por momentos… complejos, y de nuevo se me hacía cuesta
arriba desplazarme y llegar tarde y cansada a casa, así es que a pesar de lo
reconfortante de practicar yoga y de lo sanadora que era su compañía, no puede
más y dejé de asistir.
Con todo ello no nos perdimos la
pista. El teléfono, otras actividades… era fácil encontrar un motivo para
volver a charlar, a saber de nosotras, a
enviarnos esas palabras de ánimo que tanto hemos intercambiado.
La grandeza de la Vida quiso que ella
conociera a mis hermana Cristina y a Andrés , su marido, cuando montaron su centro de yoga
Espai Món Sà. Y así fue como retomamos otra vez el contacto. No es que volviera
a sus clases sino que acudir por allí con cierta frecuencia facilitaba los
encuentros. A pesar de que éstos se habían distanciado en el tiempo, cada vez que nos volvíamos a abrazar era como si lo
hubiéramos hecho el día anterior.
Cada día más amorosa si cabe, su
calidez, su empatía, sus chascarrillos y sus risas, me tenían enamorada. Y lo
que especialmente me ha atraído es su espíritu de yogui. No he conocido a nadie
tan íntegra, tan consciente de lo que supone esta práctica.
Quizás desde mi parte de
exigencia, me gusta que las cosas mantengan su origen más puro en la medida de
lo posible y tristemente, lo que yo veo ahora es mucha oferta de yoga desde una
parte puramente física sin contemplar lo que de espiritual tiene esta práctica tan antigua.
No digo si está bien o no, simplemente que no me identifico con ello.
Porque para mí, la mejor forma de
transmitir algo es desde el convencimiento, la práctica, la pureza, el ejemplo…
y ELLA es una pura YOGUI, porque para ella el yoga es una filosofía de vida. Y
así lo transmite en sus clases, en sus actos...
El pasado mes de junio asistí a
un retiro de fin de semana que organizaban mis hermanos junto a ella. Fue
precioso hasta el punto de que, cuando hace unos días me enteré de que habían
preparado otro, corrí a coger el teléfono y decirles que contaran conmigo esta
vez también.
Y es por eso que escribo estas
palabras. Porque me apetece hablar de ella, porque quiero que el mundo que me
rodea, la conozca…
No voy a relatar lo que ha
supuesto el fin de semana porque no ha sido solamente ella quien ha conseguido
que me olvidara de mis pre-ocupaciones y de mis angustias, ya que tanto Cristina como Andrés, cada cual
con su aportación, han contribuido a que este fin de semana haya sido especial,
sanador y nutritivo.
Escribo estas palabras porque,
volver a estar con ella durante estas horas intensas ha supuesto un repaso a
estos diecisiete años que nos conocemos, a
lo que ha sido nuestra evolución personal durante este tiempo. Y me
siento tan feliz con ella, con lo que me ha aportado, con su forma de
abrirme los ojos y con su manera de respetar mis momentos oscuros, que mi
agradecimiento sin límites quiero propagarlo a los cuatro vientos, o al menos
hasta las personas que pueda llegar este escrito.
Gracias por compartir-me tu vida,
Uma (aunque para mí sigas siendo Pilar), por todo lo dicho anteriormente. Por ser
la mejor yogui que conozco. Por tu Amor incondicional a todos los seres que te
rodean.
Gracias por aceptar como regalo los pendientes de labradorita porque
aquello, ¡por fin! supuso el final de una etapa y el comienzo de otra.
Te quiero, compañera del alma. Te
quiero.
¡Oh, qué bonito, Concha! Yo soy profesora de yoga y tengo alumnas que me siguen allá donde vaya. Es muy halagadora esa admiración, aunque también les digo que no se apeguen demasiado a mí, que la vida está llena de profesoras de yoga estupendas que podrán llenar mis lagunas ;)
ResponderEliminarProfesoras y profesores hay un montón, cada vez más, sin embargo que lo sientan y lo vivan desde dentro, no tantos. Y la empatía, en este caso, es primordial.
EliminarTe felicito por hacer tu trabajo con tanto amor que llega hasta tus alumnas.
Y gracias por opinar. Vuelve cuando quieras.