Las
personas tenemos experiencias que nos guardamos muy en nuestro
interior y de no ser que suceda algo que en un momento concreto nos las haga
revivir, quedan archivadas en el
inconsciente…
Hace unos días, charlando con mi hija y
enlazando vivencias pasadas, nuestra conversación acabó sacando a la luz algo
que sucedió hace 29 años, cuando yo tenía 35. Ambas, con
lágrimas en los ojos comentábamos cómo se puede llegar a soportar ciertas
situaciones. Me decía que ahora, siendo madre de dos hijos, aún no puede hacerse una
idea de lo que yo tuve que pasar cuando ella tenía solamente 11 años…
Se me
pone dolor de estómago cuando escucho que los niños se quejan por llamar la
atención, que lo hacen porque no quieren ir al colegio, o porque tienen un
hermano pequeño… Y que no hay que hacerles caso.
Puedo decir que hija ha sido una niña
muy “valiente”. Cuando se quejaba por algo, siempre tenía sus motivos.
Un día comenzó a decir que le
dolía la rodilla derecha. No podía andar bien y la llevé al médico. No le dio
importancia, lo achacó a que estaba creciendo mucho. Sin embargo el dolor no se
le iba y cada vez era más intenso.
Al poco, la llevé a urgencias, la
vio un pediatra y me dijo que la niña se
quejaba para llamar la atención, a lo que le respondí muy indignada que no
era cierto, que yo conocía a mi hija. Antiinflamatorios y a casa.
El tiempo iba pasando y Laura
seguía quejándose. Empezó a no poder dormir por las noches pues el dolor la
despertaba. Vuelta al médico un día, y al traumatólogo en otra ocasión, quien le hizo una radiografía
de rodilla sin encontrar nada que justificara el dolor. Diclofenaco en pomada y
en supositorios, ese era el tratamiento.
Las noches eras muy duras, la
pierna daba unos saltos visibles a mis ojos y la chiquilla lloraba por el
dolor, cada vez más intenso. Me pedía que
le pusiera las manos y me quedara a su lado respirando y relajándola…
Vuelta a urgencias: “claro,
tiene un hermanito de 14 meses y se siente desplazada, no le hagan mucho caso”.
Y a casa. El ir y venir de médicos no cesaba… y la nena comenzó a perder
peso mientras el tiempo pasaba y la desesperación de su padre y la mía iban en
aumento.
Por entonces, llevé a mi hijo pequeño de
revisión a la pediatra, la misma que había visitado a Laura y que ahora, por cambios en la política médica,
ya no la atendía. Y le comenté lo que le estaba pasando a mi hija. Mientras la
pediatra me escuchaba, la cara le iba cambiando. Dijo que eso no podía ser y llamó a un traumatólogo de su confianza. Le contó lo que yo
le había relatado y este hombre le dijo que, fuera a casa, dejara al pequeño y
urgentemente cogiera un taxi y fuera a verlo con la niña. Así lo hice.
Cuando llegué a su consulta y
tras contarle el periplo de dolores y médicos, me dijo, no sin mostrar emoción
en sus palabras, que podía suceder tres cosas… y que ninguna de las tres le
gustaba, pero que primero había que averiguarlo. E inmediatamente le hizo a la niña una serie
de radiografías en toda la pierna hasta que dio con lo que estaba causando ese
terrible dolor y esa pérdida de peso: un tumor en el interior del fémur. Había
que averiguar qué tipo de tumor era, para lo que solicitó una biopsia... y me remitió al Instituto Valenciano Oncológico con el fin de que se hicieran cargo del seguimiento y tratamiento.
Había pasado cinco meses desde la primera
visita al médico.
Como
he dicho al principio, el inconsciente archiva cosas y por mucho que lo
intente, no consigo recordar cómo gestioné la noticia en ese momento sin
embargo, conforme voy escribiendo me sitúo en aquellos días como si fuera ahora…
Recuerdo coger otro taxi, volver
a casa, contárselo a mi marido… pedir
cita en el IVO y comenzar con las pruebas. Una vez finalizados todos los
exámenes necesarios, se confirma el diagnóstico: un tumor en el fémur que está
creciendo y debilitando el hueso. Puesto que no es considerado como
cancerígeno, nos remiten a otro hospital, a La Fe, donde se encargarán de operar para sacarlo. La cita para la operación nos lleva hasta finales de julio.
Llegan las vacaciones escolares y
Laura, que está en un grupo de montañismo, no quiere perderse su campamento de
verano. Nosotros, sus padres, creemos conveniente que vaya, especialmente
después de lo que está pasando, así es que hablamos con los médicos
quienes no ven inconveniente en que se marche.
Y se va feliz. Con su medicación
para el dolor y con todos los responsables avisados de cuál era su situación.
Sin embargo la alegría dura
poco. En tres días nos avisan de que se
ha caído y se ha roto la pierna, con lo que nos acercamos al pueblo más cercano
del campamento donde está y la Cruz Roja nos traslada a La Fe en una ambulancia.
El día 7 de julio, mientras se celebran los Sanfermines, mi niña ingresa en el
pabellón de Rehabilitación, en una planta con adultos en vez de llevarla al
pabellón infantil. La gravedad de la situación requiere que el seguimiento lo
lleve un equipo especializado.
Si
cierro los ojos la veo tumbada en la cama, con una tracción de
nosécuántosquilos que le hace mantener la pierna estirada y que apenas le
permite moverse.
De esta forma esperamos fecha para quirófano. Es jueves y con un poco de suerte, la operarán el lunes.
De esta forma esperamos fecha para quirófano. Es jueves y con un poco de suerte, la operarán el lunes.
Sin embargo… el domingo día 10 comienza
a tener mucha fiebre. Le dan paracetamol pautado como antitérmico. También empieza a vomitar mucho. Yo no hago
más que llamar a las enfermeras quienes me traen botellas de suero congeladas
para que las ponga a su alrededor y mantener la temperatura a raya. El médico
de guardia de ese pabellón, traumatólogo, me dice que es a causa de la rotura y
del dolor…
Pero yo sé que no, que esos
síntomas no corresponden a lo que me quieren hacer creer. La niña está agotada
por el vómito y la fiebre, sé que mi hija está peor, que algo está sucediendo y no me hacen caso. Marido se tiene que
marchar, ya es de noche y yo me quedo con ella como estamos haciendo desde que
ingresamos.
Sin embargo, siento a ciencia
cierta que algo no está funcionando bien
por lo que dejo a la niña al cuidado de las vecinas de cama, una señora mayor
con una cadera rota y su hija que la acompaña, y me marcho a toda prisa al
pabellón central a buscar un internista de guardia. Tras
relatar cómo ha transcurriendo el día para mi hija, viene hasta la
habitación y la explora. A las 23 horas
la introducen en un quirófano de urgencia con el temor a una posible
peritonitis. Yo quiero matar a los médicos y a las enfermeras que no me han
escuchado en todo el día, pero tengo que mantener la calma por mi hija…
Tan
pronto la pasaron al pabellón central y la metieron en el quirófano, llamé a mi
marido para que viniera y cuando llegó, me derrumbé en sus brazos llorando. Apenas puedo escribir en este momento pues
las lágrimas me inundan los ojos, pues la impotencia vivida todavía me encoge
el estómago…
La operación es muy larga, marido
y yo no sabemos a qué santo encomendarnos. Sale una doctora
para decirnos que efectivamente se ha producido una peritonitis y están limpiando
toda la zona con mucho cuidado y todavía tardarán en salir…
Al día siguiente, en la planta,
con la operación reciente, con la pierna rota y con todo lo que Laura lleva a
rastras, comienza a sentirse mejor y más animada. Sin embargo, ahí no termina
todo… la herida se infecta y tienen que volver a abrirle, dejarle un drenaje y
curarla todos los días…
Soy
consciente de que hay cantidad de situaciones muy dolorosas en las que los
niños sufren enfermedades extrañas, enfermedades irreversibles, accidentes
limitantes donde las madres y los padres permanecen al lado de sus hijas e
hijos sin cuestionarse nada más, donde el tiempo parece no transcurrir…
Y así pasan las semanas hasta que
toda esta parte está superada y es momento de retomar el tema del tumor…
La operación consistirá en tomar
tejido óseo de otro lugar de su cuerpo para hacerle un autotrasplante de forma
que no haya rechazo y con esta parte sana, una vez limpia la zona del tumor,
reconstruir el fémur. Y le toman una porción del hueso ilion de su parte
derecha. Gracias el equipo médico, siempre lo diré, el trasplante y la
operación son un éxito. Le dejan un clavo todo lo largo que es el fémur con el
fin de mantener la rigidez en la pierna... y unas cicatrices que luego se ensanchan y se
deforman a causa de unos queloides.
Comienza a salir de su habitación
en una silla de ruedas y así va a visitar a algunas personas de otras salas
para compartir las horas que se hacen interminables… oportunidad que me brinda la vida para
conocer y conectar con otras madres… como la de un chaval tetrapléjico a
consecuencia de un accidente de moto y del que su madre lleva meses sin
alejarse. Conocer una chica muy joven
cuya pierna está reconstruida y llena de clavos a consecuencia de un accidente
de moto también… “Te prometo que nunca subiré en una moto mamá” me dice Laura
al conocer estos casos.
Cuando se está en un hospital acompañando a un ser querido, el
tiempo se detiene, la vida se paraliza, no existe nada fuera de ahí...
Excepto en algún momento muy
concreto en que me sustituye su padre o mi hermana Carmen, yo no me separo
del lado de mi hija… porque ella no quiere. Y porque yo no puedo. Mis otros
hijos, uno de 8 años y otro de 14 meses están al cuidado de mis padres.
Soy de la convicción de que según
tratas a las personas, ellas te tratan a ti. Recuerdo con agrado a todo el
personal de la planta, recuerdo el cariño con que trataban a mi hija, cómo la
supervisora venía a peinar su melena y me enseñó a hacerle una preciosa trenza
espiga… Con qué cariño los celadores venía a llevarla a la sala de baño y
siempre había una enfermera o auxiliar que acudía en mi ayuda. Cómo incluso a
la hora de las curas, cuando hacían salir a todos los familiares, me
dejaban permanecer junto a mi hija ¡era la única niña en toda la planta, tal
vez en todo el pabellón! Y dentro de lo triste de la situación, entre todos
hicimos que Laura no se sintiera peor de lo que estaba. Así, aprendió a hacer
ganchillo y a pesar de los goteros en las manos y las consiguiente flebitis en las venas, se hizo un bikini siguiendo las directrices
que yo le daba ¡era para verla! También quiero resaltar que, cuando venían a
ofrecerle el calmante que tenia pautado, lo rechazaba diciendo que lo dejaba
para cuando le doliera más y no pudiera soportar el dolor, así es que apenas
los tomaba, algo que hacía que las enfermeras no salieran de su asombro…
Cuando dicen que los niños se
quejan por llamar la atención… me invade el dolor, aún no puedo evitarlo. Estar
junto a mi hija en esas circunstancias me llevó –y me lleva- a pensar en todas
las madres que pierden a sus hijas e hijos en las circunstancias que sean, y se
me parte el alma.
Laura salió a finales de agosto
en una silla de ruedas. De ahí pasó a caminar con muletas durante un tiempo. Y
pasado un año tuvo que volver a quirófano para quitarle el clavo que llevaba en
el fémur… y a traumatología para ponerle un corsé y llevar un seguimiento a causa de la escoliosis que se había producido por las malas posturas.
El otro día llorábamos las dos al
recordar. Durante muchos años apenas habíamos hablado de ello a pesar de que en
repetidas ocasiones le pregunté si quería hacerlo. Por circunstancias que no
vienen al caso, ahora estamos teniendo muchos encuentros, largas conversaciones que
afloran muchas emociones contenidas.
Esto sucedió hace muchos años y
afortunadamente puedo contarlo con un final feliz. Sin embargo, pienso en
cuántas niñas y niños se quejarán y quedarán sin ser atendidas estas llamadas y
aún en el caso de que no haya una causa física, estoy segura de que sus
llamadas de atención tienen un sentido, son la forma de manifestar algo a lo
que no saben poner nombre.
Es posible que me lea alguna
madre con una hija o hijo que no superó alguna enfermedad y me pongo en su
lugar, y me parto de dolor pues por aquel entonces falleció una compañerita del
curso de mi hija por la que no se pudo hacer nada. También otra amiguita del
pueblo se fue sin poder superar lo que la estaba matando…
No voy a entrar en por qué
suceden cosas terribles a criaturas inocentes. No voy a entrar en todas los
pequeños que mueren en hambrunas, guerras y demás barbaridades humanas.
Mi intención ha sido, con esta
experiencia, deciros que escuchéis a vuestros retoños cuando dicen que algo les
duele, que algo no está bien. Que no os quedéis con el diagnóstico que os han
dado si estás con la intuición de que puede ser erróneo.
A día de hoy me fío muy poco de
los médicos, siempre lo digo. Esta experiencia y otras propias me llevan a
solicitar diagnósticos y buscar más opiniones hasta dar con lo que mi instinto
me dice que es.
Muchas personas me dijeron que
cómo pude pasar dos meses sin apenas salir del hospital más que para cambiarme de ropa.
No es ninguna proeza, para nada. No soy nadie especial. Soy simplemente una
madre que atendió y creyó lo que su hija le decía y que no cesó hasta dar con
ello. Lo que haría cualquier otra madre atenta a ese instinto primal que tiene
toda mamífera cuando sabe que su cría no está bien…
¡Me caen las lágrimas! Nunca deberíamos dejar llorar a los niños ¡Nunca!
ResponderEliminarUn abrazo fuerte a esta familia, especialmente a esta madre que comparte esto. Me alegro de que haya tenido final feliz.
Gracias por el abrazo. Transmitamos esa conciencia al resto de madres, de padres, de abuelos y abuelas. Los niños siempre lloran por algo, aunque no sepamos verlo.
EliminarEfectivamente, las madres sabemos mejor que nadie lo que les pasa a nuestros hijos. Te leo y justamente esta semana mi hija ha estado enfermita con un virus arrasador. No hemos podido hacer otra cosa más que estar la una pegada a la otra hasta que todo ha pasado...
ResponderEliminarMe gusta leerte ;)
Gracias por leerme, Vanesa. Gracias por opinar.
EliminarEspero que tu peque ya esté bien. Mimos, abrazos, presencia... ¡eso también cura!