
Sigue conectada al oxígeno, mascarillas
con broncodilatadores, antibióticos, corticoides, paracetamol, sueros con sodio…
y toda cuanta medicación consideran necesaria en la unidad que la están
tratando.
Acostada en decúbito supino, con pañales, con enemas para poder
vaciar su intestino, con una dieta triturada a base de papillas… sin poder
beber agua ni líquidos por evitar el riesgo de un atragantamiento.
Sin poder articular palabra, con la boca llena de hongos, con sus cuerdas vocales atrofiadas y haciéndose entender a base de señas.
Con los
brazos morados a consecuencia de tanta vena y arteria perforada para analíticas
y gasometrías, de tantas cánulas para tantos goteros…
¡Me rompo de dolor al verla así!
¡Es mi madre! Lo poco que queda de ella, de esa mujer menuda que hasta el día
de su ingreso era completamente autónoma e independiente, y ahora se ha
convertido en un ser frágil, que no se mantiene en pie y que pasa a ser
totalmente dependiente de los demás, de alguien que la cuide, la asee, le dé de
comer…
En estos días, mis hermanas y yo estamos
organizando nuestro tiempo, nuestra vida en torno a ella. También mis hijos y
Marido están participando en los turnos de cuidados que hemos establecido,
especialmente para liberarme a mí del dolor y del cansancio que ya empieza a
hacer mella en mi cuerpo, en mi mente, en mi alma…
En cada ocasión que estoy junto a ella,
pasan por mi cabeza, a modo de diapositivas, momentos y situaciones vividas, retazos
de mi infancia en donde asoma una extraña ausencia de madre; momentos de mi adolescencia y juventud en los que aparece una
inmensa necesidad de comprensión y
complicidad que no tuve; épocas durante
mi propia maternidad en los que su presencia y apoyo fueron fundamentales; periodos en los que, como abuela, cuidaba a
mis hijos con toda su paciencia y entrega; situaciones de grandes diferencias entre
nosotras, mujeres y madres ya adultas; y últimamente, su rebeldía al no querer
aceptar la edad que tiene y su cabezonería por querer tomar decisiones sin
consultar a nadie, instantes de enfrentamientos y reflexiones que, desde su
parte de niña rebelde a pesar de sus casi 91 años, no ha querido aceptar en estos últimos años desde que mi padre la dejó viuda…
Y todo esto, mis 65 años junto a
ella, pasan rápidos y machacando mi corazón, dejándome un dolor y una compasión
que me llevan a suplicar a ese Dios mío, y a todas las diosas y dioses de otros
cielos, que se la lleven pronto, que no quiero verla sufrir más, que no puedo
soportar ver como se está consumiendo y cómo, con su plena consciencia, me mira
y me pregunta qué va a pasar con ella…
Sé que no depende de mí, a pesar
de elevar mis oraciones a todas las deidades posibles, sé que ella tiene su
propio plan de vida y que partirá cuando llegue el momento, que pasará por lo
que tenga que pasar, aunque no me guste, aunque llore y maldiga los avances
médicos por alargar tanto la vida de las personas…
Esta ha sido otra noche sin poder
dormir. A las 5 a.m. me desperté muy inquieta sabiendo que, si no pasa nada,
mañana lunes la van a enviar a casa.
Con oxígeno, con goteros, con pañales… con
atención hospitalaria, sí, pero con una calidad de vida mermada, con una
necesidad de atención y cuidado constante para que no se ahogue al no poder respirar, para que no se
atragante, para que no se llene su cuerpo de llagas…
Y vuelvo a gritar que ya está
bien, que ya ha sufrido bastante… y mi voz se queda ahí, en mi garganta, en mi
pecho mientras mi corazón se oprime.
Y vuelvo a pedir que se vaya ya… mientras
que me siento mal por desearlo, mientras me pregunto quién soy yo para pedir
la muerte de mi madre, el ser que me dio la vida y que, a su modo, me cuidó de
pequeña y me acompañó siendo yo madre. Quien soy yo para desear el final a esa mujer sabia de la que tanto he aprendido, a la que tanto amo…
Y me duele la cabeza, se me encoge el estómago, se me
dispara la tensión, porque me siento mal, porque me culpo por tener estos sentimientos tan encontrados…
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